miércoles, noviembre 12, 2025
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Armas que compran silencio: la inseguridad como negocio en los barrios

Por Yanet Girón 

En los sectores vulnerables del país se vive una realidad que todos conocen, pero pocos se atreven a nombrar con claridad. Jóvenes sin oportunidades, sin empleo digno, sin acceso real a educación ni a formación técnica, terminan empuñando armas ilegales como si fueran un pasaporte al respeto. No es solamente un acto delictivo; es una respuesta social distorsionada, nacida de la necesidad y alimentada por un sistema que ha aprendido a mirar hacia otro lado.

En los barrios, portar un arma se ha convertido en símbolo de poder. Un arma que, casi siempre, ha sido robada. Y la tragedia se repite: para obtenerla, en la mayoría de los casos, se asesina a la víctima que la portaba legalmente. No se trata solo de robar un objeto; se trata de quitar una vida. Una cadena de violencia que se alimenta a sí misma y que deja familias destruidas, comunidades con miedo y una juventud que se pierde una y otra vez.

Las autoridades han realizado campañas públicas para promover la entrega voluntaria de armas ilegales. Pero, ¿de verdad se puede esperar que un delincuente entregue su arma como quien devuelve un libro prestado? La pregunta duele porque la respuesta es evidente. No. Ese arma no es un objeto cualquiera: es su defensa, su símbolo, su escudo, su “respeto” dentro del barrio. Y mientras ese respeto siga siendo la única forma de sentirse alguien, nadie la va a soltar.

Entonces, la cuestión no es la campaña. La cuestión es el sistema.

Los organismos responsables de la seguridad nacional aseguran que conocen los puntos, las bandas, los líderes, los movimientos. Y no mienten. Lo saben. Lo han sabido siempre. El problema es que la estructura criminal no opera sola. Tiene raíces más profundas que la sostienen y paredes que la protegen. Hay sectores de poder que se benefician de mantener la violencia activa: control territorial, manipulación política, conveniencia económica y hasta protección entre fuerzas que deberían defender al ciudadano y no a la delincuencia.

Por eso el pueblo se pregunta, con razón:

Si las autoridades saben dónde están los delincuentes, ¿por qué siguen ahí?

¿Quién le teme a quién?

¿Quién protege realmente a quién?

Hablar de seguridad no es solo hablar de patrullas, operativos y comunicados oficiales. Hablar de seguridad es hablar de una transformación estructural que dignifique la vida en los barrios. Allí donde la pobreza no sea vista como una condena hereditaria. Allí donde un joven no tenga que “privar en matatán” para ser respetado. Allí donde el respeto se gane estudiando, trabajando, aportando…viviendo.

Porque un arma en manos de un joven no lo hace fuerte. Lo condena. Y nos condena a todos.

Sin embargo, también es cierto que en muchos hogares humildes existen padres que hacen sacrificios inmensos para que sus hijos estudien y tomen otro rumbo. Padres que se levantan antes del sol, que cargan con dos trabajos, que aguantan humillaciones para que a sus hijos no les falte lo esencial. Y aun así, algunos jóvenes eligen la calle, porque la cultura del dinero rápido se vende más atractiva que el esfuerzo, porque en los barrios el respeto se confunde con miedo y la fama con peligro. Esa decisión también cuenta. Y duele. Porque no solo se pierde al joven: se pierde el sueño de una familia que apostó por él. Reconocer esa verdad es necesario, no para culpar, sino para entender que la solución no está únicamente en perseguir delincuentes, sino en reconstruir valores, referentes y aspiraciones. La verdadera seguridad no se impone: se siembra.

(La autora es periodista y reside en Santo Domingo Norte )

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