Por Yanet Girón
El apagón nacional del martes no solo dejó estaciones paralizadas, trenes detenidos y un país entero improvisando soluciones. También reavivó una conversación incómoda: la brecha entre lo que los dominicanos pagamos por la luz y lo que realmente recibimos como servicio público.
El Metro de Santo Domingo y el Teleférico quedaron fuera de operación en plena hora laboral. Miles de usuarios atrapados, ansiosos y sin información.
El presidente Luis Abinader hizo cambios en la Empresa de Generación Eléctrica y la Opret, pero mucha gente dice que la soga fue cortada por lo más fino y piden más cabezas visibles y con nombres sonoros.
Pero, entre todo el caos, surgió una preocupación que ya es casi cultural: ¿nos cobrarán esto también? Porque en República Dominicana, incluso cuando falta la luz, la factura parece no faltar… y muchas veces llega más alta.
Las quejas no son nuevas. Ciudadanos comunes, figuras públicas y sectores completos han denunciado aumentos que no responden a su consumo real. Reportes que se abren y jamás se cierran. Promesas de revisión que se diluyen en la rutina. La ciudadanía siente que sus esfuerzos no son correspondidos con transparencia.
Y en esta discusión, conviene aclarar algo con precisión: nadie paga la luz de otra persona. Cada usuario tiene su propio registro, su propio consumo y su propia facturación. Sin embargo, la realidad social introduce matices que no se pueden ignorar. En zonas vulnerables, muchas familias simplemente no pueden asumir el costo del servicio porque los montos sobrepasan su presupuesto mensual. A eso se suman empresas, instituciones y particulares que operan sin pagar electricidad o pagan montos simbólicos. Estas condiciones, aunque forman parte de dinámicas internas o sociales, terminan creando una percepción de desigualdad: hay quienes hacen un esfuerzo enorme por mantenerse al día, mientras otros quedan fuera del esquema formal.
No se trata de culpar a quien no puede pagar. Se trata de exigir que las reglas sean claras y honestas sin excepciones. La justicia tarifaria debería ser un principio básico, no un lujo eventual.
El usuario dominicano ya hace su parte: reduce consumo, cambia bombillas, limita aparatos, se ajusta a la factura. Sin embargo, el sacrificio individual no compensa la falta de claridad institucional. Cuando el ciudadano cumple, pero no siente reciprocidad y la confianza se rompe. Y esa ruptura es más peligrosa que cualquier apagón.
Después de este gran fallo eléctrico, la gente teme ser facturada por horas en las que ni siquiera tuvo servicio. Ese temor, en sí mismo, es el síntoma de un sistema que ha desgastado la credibilidad pública. Un país no puede avanzar si su población duda hasta del recibo que llega a la puerta de su casa.
La salida no es compleja: transparencia en la facturación, claridad en las políticas de cobro y justicia en la aplicación de los criterios. Las autoridades deben restaurar la confianza, no con discursos, sino con acciones visibles. Un sistema eléctrico moderno no se mide solo por su infraestructura, sino por la serenidad con la que sus ciudadanos pagan su factura.
Al final, un país no progresa por las luces que instala, sino por las que puede mantener encendidas sin poner en zozobra el bolsillo de su gente.
Ese es el verdadero indicador de desarrollo.
Y esa deuda, todavía, sigue pendiente.
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